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Cuando un maxilofacial se mete a pintor de brocha gorda (o cómo liarla buena)

Objetivo: pintar entre los dos la habitación de mi hijo mayor. En dos tardes está hecho, me digo. En agosto sólo trabajo en el hospital por la mañana; entro en internet; bendito wikihow; esto está chupado.

Primera tarde comprar material, mucho material. Unos pocos euros menos que lo que me habría costado contratar a un pintor, de todos modos. Segunda tarde. Sacar todos los muebles de la habitación. Spray de agua hirviendo con la vaporeta sobre el papel pintado. Quitar el radiador. Quitar el papel. Se desconcha la pared en algunos puntos. Luego en muchos. Lento e incómodo. Hace un poco de calor. Lo dejamos. Tercera tarde. Emplastecer los desconchones. Gastamos la mitad por metro cuadrado de lo que dicen las instrucciones. Dejar secar. Esta tarde ha hecho algo más de calor. Cuarta tarde. Cubrir el suelo con papel y las esquinas con cinta de carrocero. Imprimar la pared. Gastamos el doble por metro cuadrado de lo que dicen las instrucciones. Cierto que una parte está esparcido por el suelo, lo que podría explicar el derroche, pero sospecho seriamente del rodillo, mientras también miro a mi hijo de reojo. Dejar secar. Según las instrucciones había que trabajar con mascarilla, gafas de seguridad y guantes. A la media hora el sudor formaba un charco dentro de las gafas y un vaho que no me podía quitar porque tenía puestos los guantes. Ligero mareo. Algo ayudó quitarme la mascarilla. Quinta tarde. Vista la experiencia con el imprimador, compro un segundo bote de pintura ¡fuera miserias! que se suma al que ya tenía. Me la juego, trabajo ya sin guantes, porque necesito airear las gafas de vez en cuando. Lijar la pared. Sale muchísimo polvo no sé de donde, porque lisa lo que se dice lisa la pared no queda.

Aspiradora. Primera mano de pintura: mi hijo con la brocha para las esquinas y yo con el rodillo para el resto, no tenemos un criterio uniforme respecto al grosor de la capa de pintura. La pintura queda tan uniforme como nuestro criterio. De todos modos no se nota mucho con las gafas bañadas en sudor. Sexta tarde. Sin las gafas de protección ver las paredes da un poco de grima. Me las pongo, pero me quito la camiseta. Si no, me va a dar una lipotimia subido a la escalera. Vamos con la segunda capa de pintura. Mejor lo hago yo sólo, brocha y rodillo, a ver si queda algo más igualado. No me quito las gafas para no comprobarlo. Ha saltado el imprimador en algunas partes, y deja unos grumos imposibles de quitar a estas alturas. Se acabó. Quito la cinta de carrocero y el papel del suelo. Dejar secar. Limpiar rodillo, brocha, cubo, pecho, brazos, llave inglesa, espátula, destornillador que no sé qué hacía por allí, gafas. Séptima tarde. Y última. Vuelvo a poner el radiador. Metemos los muebles en la habitación. Me voy a la tienda a devolver el segundo bote de pintura, que no usamos. De paso compro una lámpara nueva que espero dará una luz sin sombras, que a estas alturas ya sé que son el enemigo del pintor amateur.

Calificación global de la experiencia: 6/10. Calificación de la pared: 2/10.

Toda historia que se precie, y esta no va a ser menos, debe acabar con una bonita moraleja. En mi caso, ésta llegó poco a poco, entre emplastecidos y brochazos medio a ciegas. La pintura no es mi profesión. Pero en cierto y perverso modo, resulta divertido. Hacer cosas con las manos me gusta, y mucho más si puedo hacerlo con mi hijo. Podría haber llamado a un profesional, que por un precio módico, tardando tres veces menos, habría hecho un trabajo impecable, sin desconchones ni goterones finales. Pero, como saben todos los que habitan una casa, a los pocos días los goterones ni se notan. Ni siquiera el ocasional brochazo amarillo en el techo blanco tiene importancia. Nadie mira las paredes de su casa como miraría los cuadros de un museo.

En la cirugía maxilofacial hay tantas subespecialidades que uno no puede saber todo de todo. Además, compartimos área anatómica con otros profesionales diferentes. Hace ya veinte años, cuando comencé mi práctica privada, también yo hice cosas que no llevaron a nada: raspajes periodontales, cirugía periodontal a colgajo…. Incluso alguna endodoncia. Para alguien ya habituado por formación a la gran cirugía maxilofacial, la pequeña cirugía no debería ser difícil. Pues lo era. Veinte años después, trabajo en lo que me gusta, tengo una base quirúrgica amplia de veinticinco años si cuento la residencia en el hospital público, y además he practicado variadas y numerosas intervenciones quirúrgicas literalmente cientos de veces. Pero ya no quiero hacer “cirugía ocasional” si sé que algún compañero maxilofacial, o algún colega de otra especialidad lo hace mejor que yo. No voy a pasar por todo el periplo para que luego el resultado sea goterones y desconchones. Yo lo tengo fácil: trabajo con otros cuatro cirujanos maxilofaciales, con dentistas de diferentes especialidades, y en un hospital con especialistas afines en los que confío. Prefiero no tener goterones de pintura en mi conciencia. Creo que a estas alturas, se me entiende.

Pero no nos vamos a engañar. Vivimos en un mundo muy competitivo. Competimos con otros médicos de la misma especialidad, con especialistas diferentes, y ahora también con dentistas que practican algunos procedimientos quirúrgicos. Quiero pensar que ni mis colegas ni yo no queremos hacer pasar a nuestros pacientes por la fase de desconchones y goterones. Que si tenemos un paciente con una patología con la que no nos sentimos cómodos, vamos a derivarlo a un compañero que sabemos que lo hará mejor. Pero a veces la tentación, económica, de prestigio, de curiosidad, o la simple inconsciencia desencadenan los problemas. Los goterones. Los desconchones. Los malos resultados. Y la cara se mira. Siempre se mira. Mucho más que un Botichelli en El Prado.

A los pacientes siempre se les ha encomendado dos tareas después de una intervención: seguir las indicaciones del médico y “tener buena encarnadura”. Ahora tienen otra para antes de la intervención: discernir si su médico o dentista es un profesional prudente, o uno que cae en la tentación. O que se lanza a ella. No hay solución fácil. Seamos sinceros: todos todos todos (incluso yo) nos creemos profesionales intachables. Ni bajo tortura reconoceríamos lo contrario…. Bueno, si me hacen pintar toda la casa, yo a lo mejor confieso.

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